Prólogo
“Siempre
hace falta un golpe de locura para desafiar un destino”
Marguerite Yourcenar
Alba se encontraba de pie
frente al gran ventanal del restaurante en donde nos encontrábamos, observando
el repiqueteo de la lluvia caer. Desde una distancia más o menos prudencial la miraba y sonreía. ¡Adoro cada parte de ese
pequeño ser!, mi hija. Solo el hecho de pensar en ella me llena de satisfacción
y mucho amor. Ella, mi pequeño sol, tan inocente como el mar, sí, inocente;
porque así mismo como el mar está en calma, como ella en estos instantes,
también posee cambios repentinos de comportamiento que a veces son imprevisibles
para los seres humanos, lo mismo me sucede con Alba; tan tranquila e inquieta
de un momento a otro.
Tomo un poco de mi taza de café mientras
contesto una llamada de mi esposo Eduardo para saber en dónde estamos y
avisarnos que pasará por nosotras. Mientras hablo con él veo como un pequeño
niño toma asiento en una mesa próxima a dónde está mi hija parada y ella le
sigue el rastro con la mirada. No le pongo atención a ese hecho ya que ella es
muy curiosa; todo lo contrario de ello, la llamo para que hable con su padre.
Los escucho hablar y la apoyo en todo lo
que le va relatando de nuestra salida juntas. Una vez termina se sienta en
nuestra mesa para terminar de comer su postre, el cual había dejado a medias.
Las voces de una de las familias que están en el sitio llaman nuestra atención
ya que no hablan español. Me percato que proviene de la mesa del niño que hace
un rato mi niña observaba. Ella muy curiosa como siempre me pregunta que porque
ese niño habla así. Le contesto que porque son de otro país pero eso no parece
complacerla y continúa con su interrogatorio muy propio de la edad de cinco
años. ¿Y porque no hablan igual a nosotros?¿Porque no se les entiende nada? Su
último comentario me hace reír: “Parece que estuvieran peleando todo el rato”.
El niño se pone de pie y va hacia el área
de juegos. Mi princesa me pregunta que si puede ir también un rato más. En un
principio pienso en negarme pero ver su carita anhelante me hace desistir de mi
idea y la dejo ir.
Pasada aproximadamente media hora mi
esposo me llama para decirme que ya está fuera esperando por nosotras. Busco a
mi hija y la ayudo a abrigarse bien.
Una vez salimos, nos tapamos de la lluvia
con un paraguas y subimos al auto. En el instante en que Eduardo pone en marcha
el coche, veo que Alba, quien va en el asiento trasero junto a mí mira
distraída por la ventana. Dirijo mi mirada hasta el objeto que llama su
atención y es él, el niño al que observaba durante todo el rato.
Su mirada verde como el bosque sigue a la
chocolate de mi hija hasta que el recorrido que da el auto se los permite.
Aquello me hace ser consciente de que Alba es una niña preciosa y que de seguro
de grande será igual. Yo espero que esa belleza no sea objeto de miradas de
hombres que quieran aprovecharse de ella, calentarle la oreja y hacer que
nuestra tradición de llegar virgen hasta los treinta y que sea consumando un
matrimonio se vea afectada. Desde que nació le he estado inculcando el ir a
misa, los ritos y la importancia de la familia y espero que eso lo tenga
presente siempre.
Recordar como la madre de Eduardo; Sofía,
se negó rotundamente a esto me hace sentir algo de rencor hacia ella porque no
sabe lo importante que es eso para mis ancestros, para mi demás descendencia y
para mí.
Yo
tuve que someterme a esa tradición desde mi nacimiento. Mi familia siempre ha
sido muy religiosa, casi como una secta y he seguido todo aquello que me
inculcaron y de la misma manera trato de hacerlo con Alba.
No voy a negar que aquella tradición
impuesta por mi abuelo Anselmo para todas las mujeres de mi familia en su
momento me costó; sí, porque hay que ser consciente de que cuando se es joven
muchas veces actuamos sin pensar. He de reconocer que estuve en varias
ocasiones a un palmo de romperla cuando estaba de novia con mi hoy esposo
Eduardo, el padre de Alba, pero siempre
me mantuve firme en lo que quería. Su familia nunca se enteró de nada de
aquello sino fue hasta el nacimiento de mi niña en donde mi papá nos recordó lo
que debíamos empezar a hacer una vez tuviese uso de razón. En ese instante
ambos emocionados con el nacimiento, no dijimos nada, pero Sofía, la abuela
paterna de mi hija, preguntó, y fue ahí en donde se negó en rotundo a según
ella esa ridiculez de mi familia. Dejó muy claro antes de marcharse del
hospital dando un portazo que ella no apoyaba eso y que mientras viviera, mi
hija, su nieta; iba a ser feliz como ella quisiera.
Luego de ello vinieron muchos problemas
entre nuestras familias pero afortunadamente con el pasar del tiempo pudimos
lidiar con aquello aunque Sofía nunca dejó de defender a su nieta en todo y de
todos, incluso de mí. Eso durante muchos años.
Que mi hija cumpla al pie de la letra con
nuestra tradición es muy importante para mí porque de esa manera ella me
demostraría que es mi hija de verás y no una mujer cualquiera de la calle que
se va con quien sea.
Cuando llegamos a casa me reprendí por
empezar a recordar todas esas cosas. Aquellos pensamientos durante cada
instante y cada vez que veía a mi hija me acompañaron, haciéndome actuar como
lo hice. Justamente aquella tarde en que vinieron esos pensamientos a mi cabeza
era ignorante de que conocí al hombre hecho niño que luchó por mi hija, se
enfrentó a mí y me dejó totalmente claro lo que era capaz de hacer por ella,
aun así me negara. En el preciso
instante en que entró a mi casa y vi aquella mirada verde como el bosque, lo
supe. Supe que justo aquel niño que desencadenó una serie de pensamientos que
me llevaron a actuar como una mala madre; porque sí, lo acepto, lo soy; mala
madre porque antepuso su felicidad a la de su hija; era justo el que hiciera
que mi hija cometiera una locura pero una locura que la llevó a ser feliz
finalmente.
Con ello pude comprobar aquello que dicen
de que hay un hilo rojo invisible que conecta a dos personas a pesar de la
distancia. Este puede estirarse tanto como entre ellos dos, puede retorcerse
por mil un motivos o puede anudarse por un sinfín de razones pero este jamás se
romperá porque su fuerza es tan grande que a pesar de las circunstancias, al
final, atará las manos o meñiques y unirá los corazones de esos dos seres que
desde siempre fueron destinados a ser felices; tanto o más como lo es mi hija
hoy en día.
Esos dos seres que están unidos hoy en
día me demostraron que los tiempos han cambiado. Nosotros los padres no podemos
atar a nuestros hijos permanentemente a nosotros. Ellos al igual que uno mismo
tienen derecho a buscar su felicidad aun así sea que esa felicidad los lleve
por caminos de dolor, sufrimiento o cansancio; pero si el final de ese sendero
es su felicidad y hallazgo del amor propio, es lo único que debe importar
porque ya nosotros vivimos, en cambio ellos, están empezando a hacerlo.
Tomo entre mis manos aquella fotografía
que hice en nuestra tarde juntas. Esa que tomé sin que ella se diese cuenta, la
observo. Sonrío al ver a mi pequeña, pero aún más al ver a “ojos verdes”, los
dos juntos.
Solo escribo una frase en la parte
trasera de la foto. Me pongo de pie luego de guardarla dentro de un sobre.
Camino hasta en donde está la mesa de los regalos y la dejo ahí. La dejo ahí
para que ellos mismos descubran que siempre fueron del otro y que siempre
estuvieron unidos.
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